circle
Reels

Cuaderno de bitácora

Por Sonsoles Sánchez-Reyes Peñamaria

La leyenda de la Calle de la Muerte y la Vida


Respondía por Cristóbal Álvarez, aunque sus ojos únicamente se iluminaban cuando le llamaban Maestro. Había asomado a la vida en Ávila el mismo año en que el futuro Emperador Carlos V lo hacía en la lejana Gante. Se había criado entre pinceles, colores y lienzos, y esa afición infantil estaría llamada a trocarse pronto en el sustento de su Vida, cuando la Muerte vino a llevarse prematuramente a sus padres y a convertirle en un joven huérfano, desprovisto de recursos.

Cristóbal Álvarez, decían todos, era un ejemplo de talento y abnegada dedicación. No se le conocía un amigo, una veleidad, un momento ocioso. Sólo la entrega absoluta al trabajo, a su arte vivido con la intensidad de una misión. Pocos habían escuchado su voz. Su forma de expresión era la pintura y en ella conseguía tal perfección, que no necesitaba de otro lenguaje. Por ello, a nadie sorprendió que fuera el elegido por el cabildo para encomendarle restaurar un retablo de la catedral abulense.

Subido en el elevado entablamento sobre el que silenciosamente avanzaba en su labor día tras día, el joven Maestro contemplaba a su antojo a los devotos que murmuraban plegarias en la catedral, y creía poder interpretar sus necesidades y los anhelos de su alma, que se le representaban con total claridad, al estar tan habituado a la observación silente. Fue así como un día descubrió a una joven de tal belleza que le hizo detenerse en su tarea durante el tiempo en que la dama permaneció en el templo. Su semblante era solemne, y rezaba con veneración. Cuando la joven salió de la catedral, Cristóbal Álvarez no encontró otra forma de refrenar su impulso de seguirla, que plasmar su agraciado rostro en el retablo.

Escuchando a unos y otros, el Maestro pudo descubrir que se llamaba Beatriz Dávila y era hija del Capitán General de los ejércitos del Emperador, quien residía junto a su familia en el cercano palacio de Los Velada. Había sido prometida en matrimonio contra su voluntad al primogénito de la Casa de los Águila. La escena de la catedral se repitió varias veces en los días siguientes, ocasiones que el artista aprovechaba para proseguir su retrato clandestino, hasta que la faz de la joven quedó perfectamente reconocible en la obra de Cristóbal Álvarez.

El día en que el retablo apareció a la vista pública de los abulenses, el noble Águila entró en cólera ante la afrenta que ese humilde pintor había osado proferir a su honor. Planeó vengarse, y esa noche esperó a Cristóbal Álvarez embozado en la oscuridad de la calle de Las Gradillas, para abordarle a su salida de la catedral y retarle a duelo, a fin de limpiar la mancilla a su prometida. Desprevenido en su camino, el Maestro sintió abalanzarse sobre él a una figura negra que se escondía tras una capa, y pensó en la Muerte, que venía a arrebatarle la esperanza de una Vida feliz, como años atrás hiciera con sus padres. Ese pensamiento le dotó de una fuerza sobrehumana: extrajo una daga que guardaba bajo sus ropas y la clavó en la garganta de la figura espectral, que se desplomó inerme bajo sus pies.

Cristóbal no miró atrás. Entendió que no podía quedarse a explicar lo sucedido a los alguaciles. Se procuró una cabalgadura y salió de la ciudad como si le hubieran provisto de alas. Viajó incansablemente, noche y día, en dirección al norte, hasta llegar a la costa, donde se alistó en los tercios de Flandes y completó así su huída del país.

Su exilio no fue dejar su tierra, sino dejar su arte. Pero el dolor más lacerante que le estaba reservado a su alma era la negra condena de no volver a ver jamás a su amada. Fue un soldado temerario, no tenía nada que perder. Sus hazañas rápidamente alcanzaron tal fama entre la milicia que no podía pisar por la taberna sin que alguien se ofreciera a invitarle, a lo que él, huraño, se negaba sistemáticamente, rehuyendo la compañía humana.

Así ocurrió aquella tarde, en la que un joven engallado y petulante, de innegable ascendencia hidalga, insistió más de lo habitual en que el Maestro aceptase compartir con él una cena bien sazonada y un buen vino bebido a la salud del Emperador. Fue la palabra Ávila, el lugar de donde el anfitrión dijo proceder, la que impactó a Cristóbal de tal modo que no pudo resistir la inclinación de sentarse a su lado. El joven dijo llamarse Francisco de Valderrábano y, en su conversación autocomplaciente, extrajo de su bolsa un medallón en miniatura para mostrar a su comensal a la prometida que le aguardaba en Ávila. Los ojos nunca olvidados de Beatriz Dávila hicieron al Maestro reconocerla con una punzada de dolor y pronunciar su nombre en voz alta, aturdido por la confusión de su corazón. Valderrábano, herido en su amor propio, se levantó movido por una creciente indignación y exigió a Cristóbal saber de qué conocía a su futura esposa. Al no obtener respuesta, el joven noble abulense sacó su espada y trató de iniciar una lucha con su silencioso oponente, cuya pasividad continuó a pesar de sentir el filo del arma ciñéndose sobre su pecho y a representarse a la Muerte de nuevo acercándose a él. Esta vez no opuso resistencia porque la Vida sin Beatriz ya no tenía sentido alguno.

Fue la interposición del resto de presentes en la taberna, intercediendo por el heroico soldado al que admiraban y conminando a su atacante en el nombre de Dios a cesar en su ira, lo que llevó a Valderrábano a deponer su actitud, mientras el Maestro, con ademán desolado, recogía su capa caída en el suelo y con aire de derrota abandonaba el lugar.

Nadie volvió a verle. Ese mismo día emprendió el camino de regreso a Ávila, compelido por la necesidad de ver un último instante a Beatriz, aunque fuera en la representación que él mismo había hecho de ella en la tabla que pintó para la catedral abulense. Tenía el presentimiento de que pronto la Muerte daría con él en su pertinaz búsqueda, y quería finalizar su Vida con la imagen de su amada en la retina. Fue un trayecto largo y jalonado de dificultades, pero al caer la tarde de un día de primavera, el Maestro franqueó la puerta del Alcázar en la muralla de su añorada Ávila y se encaminó por la calle de Las Gradillas hacia la catedral. Accedió al templo y alzó la mirada hacia el retablo como quien despierta de un mal sueño. Fue entonces cuando lo que vio le hizo ahogar un grito de dolor: la mano de otro artista había cubierto el rostro de Beatriz con las facciones de otra mujer.

Enloquecido por la pena y sintiéndose definitivamente derrotado y a la espera de la Muerte, Cristóbal Álvarez caminó tembloroso por la catedral hasta dejarse caer en un rincón oscuro, sobre una losa, donde se sumió en un profundo llanto. En algún momento, una voz femenina se abrió paso entre su propia desorientación hasta ser percibida nítidamente por su oído; una voz compasiva, que le ofrecía ayuda y depositaba unas monedas en el suelo. El Maestro alzó los ojos y por primera vez en su Vida su mirada se cruzó con la de Beatriz, apenas un segundo, mientras ella ya se alejaba a susurrar sus plegarias al Señor.

Sin osar perturbar el estado de infinita felicidad que la joven parecía alcanzar al rezar, Cristóbal salió del templo, entendiendo por vez primera que el pretendiente con el que tenía que batirse el cobre por la dama de su corazón no era de este mundo, no traía la Muerte bajo su brazo, sino que era el Señor de la Vida. Aún conmocionado por la súbita revelación, se internó por la oscura calle de Las Gradillas y reparó en un escultor que, a la luz de una candela, proseguía su pertinaz labor de rematar la crestería de la capilla de la Piedad de la catedral. Le recordó a él mismo hacía unos años, y por ello no pudo proseguir su camino sin hablarle, él que rehuía la palabra. Un halo de gravedad en su petición al escultor de bajar a escuchar su historia hizo a éste aceptar. Y allí se encontraron los dos, en una posada de la ciudad de Ávila, Cristóbal Álvarez y Vasco de la Zarza, y conversaron hasta romperse el alba, sincerándose en un diálogo de hondas confidencias.

Al amanecer de ese día, Cristóbal profesó como religioso en el convento de San Francisco de Ávila. Vasco de la Zarza volvió a su obra y talló sobre ella dos medallones representando la historia del Maestro para ser recordada por siempre, como enseñanza para las generaciones venideras.

Y desde ese momento, en Ávila la calle de Las Gradillas, posteriormente llamada calle de la Cruz y calle de la Cruz Vieja, se conoce popularmente como calle de la Muerte y la Vida.

Fotografías: Gabriela Torregrosa