Hacía un calor insufrible, el verano se arrastraba con una canícula pegajosa y ese día para refrescarme decidí recurrir al hielo apilado para su venta en la estación de servicio más cercana.
Fue ese el lugar donde, tan pronto le vi llegar en un despampanante deportivo azul y detener el motor, me sentí atraída irresistiblemente hacia él. Me aproximé hasta allí y recuerdo haber pensado lo bien que quedaba mi atuendo amarillo y negro reflejado en la reluciente carrocería.
Al verle bajarse del coche para entrar en la tienda de la gasolinera, me fijé en que había dejado abierta la puerta del copiloto. La oportunidad me aceleró el corazón. En un segundo me asomé y miré dentro. Olía a colonia varonil, al cuero de la tapicería y a la madera incrustada en los embellecedores del salpicadero donde apoyaba una revista de coches de papel cuché. Me quedé absorta unos segundos de fascinación, y apenas pude percatarme de que él volvía y se colocaba detrás de mí. Solo sentí un súbito empujón en mi espalda; la puerta que se cerraba violentamente me impulsó al interior y cuando perdía el equilibrio y caía sobre las alfombrillas del suelo noté las vibraciones del motor arrancando.
El paisaje moviéndose a gran velocidad tras el cristal de la ventanilla no dejaba dudas: él me había encerrado y conscientemente me estaba alejando del lugar. El pánico hizo que mi calor se volviera un aliento gélido.
Quise gritar, pero él no aparentaba oírme, ni siquiera verme. Con frialdad de psicópata, incluso tuvo la osadía de llamar por teléfono con el manos libres. Una voz de mujer al otro lado del hilo le dedicó unas frases de amante que espera. Después, puso música. En ese momento aproveché la distracción para arrojarme contra el cristal de la ventana con toda mi fuerza, pero no logré quebrarlo y del impacto quedé seminconsciente. Fue entonces cuando él pareció indignarse con mi presencia: logré esquivar sus forcejeos para abofetearme con su mano abierta, y entre sollozos quedé agazapada en un rincón hasta que pareció calmarse y olvidarme.
Ya me había resignado a mi cruel destino cuando cayó la noche y el coche disminuyó su marcha al entrar en un angosto garaje provisto con una potente iluminación artificial. Allí esperaba de pie, expectante, una mujer con ropa de estar en casa. Sentí una punzada de alivio y esperanza. Seguro que ella me ayuda a escapar. Me moví bruscamente para llamar su atención, justo cuando se acercaba a abrazarle a él. Pero entonces ella me vio y gritó entre aspavientos, y él se mutó en un monstruo: me miró con odio y me aplastó mortalmente contra el coche, al golpearme de forma certera con la revista.
Lo último que oí, antes de perder la consciencia, fue: "Gracias, cariño. ¡Qué miedo me dan las avispas!".
(Relato publicado en el volumen solidario Azul, amarillo y negro, a beneficio de la Asociación Síndrome de Down. Editorial Mundo Libre Libros. 2024).
Fotografías: Gabriela Torregrosa