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Clásico

SpeaKers Corner

Por Andrés Miguel

Puntos suspensivos


Uno de mis lectores, sibilinamente, me ha hecho llegar una crítica a la, según me expresa, “excesiva afición que demuestro por acabar las frases con puntos suspensivos”. Y se ha quedado tan pancho.

 

La primera emoción que se generó en mí tras la lectura de su misiva no fue otra que la de sentirme atacado en lo más íntimo y, como consecuencia de este ataque, no me iba a quedar más opción que, cuchillo entre los dientes (teclado entre las manos), devolvérsela a este sujeto, fusilarlo, hacerlo desaparecer, imaginariamente, claro (pongo esto de manifiesto porque hay mucha gente a la que salta y lo mismo se me acusa de un asesinato que no habré cometido o, qué sé yo, de no pagar la seguridad social de mi asistente o de mancillar el honor de una víctima de asesinato, cosas ambas que, por otro lado, me permitirían ser portavoz parlamentario de alguna formación política, todo sea dicho, con salario y dietas de asegurada revisión al alza todos los años, no como las del común de los mortales).

 

Pero he leído suficientes libros de autoayuda como para saber que, cuando me enciendo, debo dar un paso atrás, contar hasta diez y repensarlo todo nuevamente. De modo que me dije, “espera Andrés, vamos a ver qué es lo que realmente te ha hecho daño, quizás no sea para tanto y no resulte necesario cometer un homicidio, siquiera literario”.

 

Conste que sé que los puntos suspensivos se utilizan para dejar inacabada una enumeración (peras, manzanas, sandías, limones…), para expresar una duda o un temor (¿cómo… qué… quién ha dicho eso?), para mostrar que una frase ampliamente conocida o una cita, está incompleta (pues, a buen entendedor…) o para indicar que se ha suprimido parte de una cita textual, colocando los puntos suspensivos entre paréntesis (“la educación, más que cualquier otro recurso de origen humano, es (…) el volante de la maquinaria social”).

 

Pero, tras darle una nueva oportunidad a  la misiva, aún terminé más enfadado.

 

Porque, sinceramente, cuando estamos a cuatro pasos de que el castellano desaparezca como lengua oficial en nuestro país, cuando es más que posible que las generaciones que ahora nutren los colegios acaben sus años de escolarización con asignaturas suspensas, cuando todos estos estudiantes habrán perdido (habida cuenta de la facilidad de pasar de curso aún cateando) todo interés por dar la mejor versión de sí mismos o cuando, en el futuro, saquen la carrera de Magisterio rozando el poste y sean los educadores de otras generaciones, desafortunadamente para todos, digo yo que qué coño importa si abuso de los puntos suspensivos o les pongo “ande se m´antoja”.

 

Sucesivas Leyes de Educación (la llamada Ley Celaa no es sino un remache más) nos están llevando a ser un pueblo sin cultura, sin educación y, por ende, en el futuro, a ser un pueblo explotado, por ignorante, manipulable; quizás éso se pretenda ahora.

 

Particularmente, se me antoja más grave la ignorancia y el adoctrinamiento interesado que, por ejemplo, la corrupción misma, pareciéndome esta última una lacra deleznable en nuestra sociedad.

 

Horace Mann consideraba que “la educación, más que cualquier otro recurso de origen humano, es el gran igualador de las condiciones del hombre, el volante de la maquinaria social”. No acabo de comprender por qué razón, quienes se presentan a sí mismos como progresistas, como paladines de la igualdad, optan (salvo por el interés doctrinario) por empobrecernos, por hacernos iguales pero en la idiotez, en la estulticia, en la ignorancia.

 

En lugar de pretender que todos sus conciudadanos alcancen el horizonte máximo de sus capacidades, en lugar de alentar a nuestros jóvenes a través de una educación de verdadera entidad, de forma que aseguremos el mejor futuro de nuestro país o como quiera que se llame el suelo que dentro de unos años compartamos, nuestros gobernantes parecen siempre optar por soluciones indulgentes, por apalancar la ley del mínimo esfuerzo. Ya Marco Fabio Quintiliano, calagurritano, defensor de la escuela pública, quizás el primero, hace casi dos mil años, señalaba que ese débil método de educación al que solemos llamar indulgencia, destruye toda la fuerza del alma y del cuerpo”. Era un error hace dos mil años, lo sigue siendo ahora.

 

No llamen a estas ordenanzas Leyes de Educación. La educación (citando a Kant) “es el desarrollo en el hombre de toda la perfección de que su naturaleza es capaz”.

 

Muchos de los males de nuestra actual sociedad, en cualquiera de los ámbitos que analicemos, provienen del enorme déficit cultural y educativo que venimos padeciendo desde hace décadas. Esta característica no es exclusiva de nuestra sociedad; soy más que consciente de que aparece también en otros países, pero eso no me consuela, más al contrario, me preocupa adicionalmente.

 

Nos vendan esta moto como sea que nos la vendan, ya la envuelvan en celofán o levanten altares a su paso, lo cierto del caso es que los hombres se distinguen menos por sus cualidades naturales que por la cultura que ellos mismos se proporcionan. Los únicos que no cambian son los sabios de primer orden y los completamente idiotas(Confucio).

 

Hace tiempo que me cuesta creer que queden aquí sabios de primer orden, pero pensé, de veras, que habría un estrato intermedio… veo que no. Desafortunadamente, quienes están diseñando nuestra sociedad del futuro no se cuentan entre los sabios de primer orden.

 

Acaso sea momento de reflexionar y plantearse, con seriedad, si éste que se dibuja es el modelo de sociedad en el que queremos vivir, sin educación, sin valores, hedonista en el peor sentido del término, vulnerable por ignorante.

 

Escasas herramientas tenemos para ello, pero disponemos de algunas, esencialmente en el ámbito familiar. Sin duda la más barata y efectiva, hablar a menudo con nuestros hijos, inspirarles, hacerles ver que el trabajo duro trae suerte, que genera recompensa, enseñarles a decir “no”, a pensar, a escuchar, convencerles de que los límites que nos imponemos pueden no ser nuestros verdaderos límites y que es posible superarlos, descubrirles la bondad de la cultura, advertirles de que placer y felicidad no son lo mismo, conducirles hacia los retos más difíciles con confianza en sí mismos… 

 

Y nunca como antes están bien colocados esos puntos suspensivos. Hay otras muchas cosas que puedes hacer, pero no esperes que te lo dé hecho. ¿Quién puede decirte que no suspendí esa asignatura?